Anoche,
una hermana más que una amiga, me pidió que le contara un cuento antes de dormir.
Y
le hablé de tres historias.
Tres
domingos. Tres noches distintas. Un
mismo Madrid.
De
Germán, Marina y Grigor.
Le
hablé de un banco en frente de una Iglesia
donde
conocí a un hombre que se ha acostumbrado a la calle y al frío que le acompaña.
Germán
ronda los ochenta y aún no le he visto sonreír.
Germán
reniega de los alemanes,
y
me contó cómo el imperio germano sucumbió al macedonio hace miles de años.
Dijo
nombres que no recuerdo, habló de batallas que no había vivido,
y
yo le enseñé las cicatrices que guardo
bajo la piel.
Las acarició. Nadie, nunca, las
había mirado con amor.
Y
de amor, él sí que sabe. Sus ojos albergan un vacío que sólo la muerte puede
dejar.
Él
amó hasta rasgarse, y no quiere que nadie le diga como unir los pedazos.
Creo
que no quiere hacerlo. Será por eso que duerme en una parada de autobús
debajo
de la casa de la mujer que se convirtió en la arena de su reloj.
En
la estrella de oriente que le guió durante años, y que al apagarse,
le dejó a oscuras, con frío. Le abrazaría si eso sirviera de algo.
le dejó a oscuras, con frío. Le abrazaría si eso sirviera de algo.
Le
diría que una parada de autobús no es un hogar
pero no soy nadie para decirle como recomponerse.
pero no soy nadie para decirle como recomponerse.
Es
una imagen bonita. E irónica.
Las
paradas están hechas para personas que vienen
y van.
Son
la tangente que une el pasado con el futuro. Ven a tanta gente llegar, y marchar.
Pero
nadie se queda. Nadie permanece más de unos minutos.
En
cambio, hay un hombre que pasa las hojas
del calendario
entre el vaivén de unos pasajeros
demasiado ocupados para verle.
Para
escuchar todas las cosas que tiene por contar.
Marina
vive un parque en la Plaza de Olavide.
Tiene
la cara más bonita que hay y no está tan lejos de haber visto un siglo de vida.
Tiene
la piel arrugada y poco pelo.
Muchas
bolsas con cosas que no necesita,
y
nada de lo que realmente le hace falta. Amor.
Vende
poesías, y ya solo sus ojos son los
versos más bellos que podáis imaginar.
La
puerta de Alcalá la ve frustrarse, pero
nunca desistir.
Madrid no está
preparado para verla marchar.
La poesía no da de
comer, pero hace mucho que para ella comer es secundario.
Le agarraba la
mano mientras me hablaba del día que se fue de casa.
Rondaba los veinte
y había crecido entre lujos y comodidades. Joyas y regalos.
Pero nunca la
habían querido. Había pasado años fingiendo ser quien no era.
Buscando una
aceptación que no llegaba. Asintiendo con la cabeza agachada.
Marina no
rechistaba. Era sumisa y dócil. Marina se rompía.
Encontró una
solución a su opresión
y se le inundan
los ojos cuando cuenta que casi acaba con todo.
No lo hizo. Y se
alegra. Pero más aún de haberse ido.
Rebelarse tiene
sus consecuencias. Vivir en la calle es una de las muchas que ha tenido que
pagar. Pero no lo cambiaría por el lujo y la asfixia.
La
poesía no le da para ganarse la vida. Pero le da la vida.
Tengo el nombre de
una ciudad que nunca he visitado más allá de la
mirada de Grigor
que me acercan a
la dura historia del que huye de un país
que no le quiere.
Grigor vive en
Malasaña, entre cartones y mantas.
Tiene dos amigos
cascarrabias y no se ponen de acuerdo con lo que es una garrapata.
Quería
formar una familia, pero la vida no le ha dejado.
Vive a dos mil
doscientos cincuenta y cinco kilómetros de una hija que le odió durante años
y que ahora, le
llama los domingos. Desde que es madre algo ha cambiado.
Ivanna y Joanna.
Dos y cuatro años. Viven en Sofía y no conocen a su abuelo.
¿Cómo le explica a
una niña que vive en la calle
y espera ansioso nuestro bocata del domingo?
y espera ansioso nuestro bocata del domingo?
Grigor quiere irse
lejos, pero no sabe a dónde. No tiene cómo.
Quiere ver a sus pequeñas una sola vez antes de morir.
Y yo no quiero morir sin que lo haga.
Quiere ver a sus pequeñas una sola vez antes de morir.
Y yo no quiero morir sin que lo haga.
Me habló del
alcohol y de que le ayuda a olvidar. Y yo no lo entiendo.
Lo que a mí me
aterra a él le salva. Olvidar.
Me miró seriamente
a los ojos y, con su acento del este me dijo: