Ni cuarenta y ocho horas llevaba de vuelta
y ya estaba rodeada
de lujos y comodidades.
Cambié Tala por
Marbella
y las fiestas con té
y pan
por la frivolidad de
lugares llenos de gente
y vacíos de personas
cuya única preocupación era
dinero y sexo.
Sexo y dinero.
Y yo quería
vomitarles encima
todas esas palabras
que aún no consigo pronunciar.
Terminé por tenerles pena.
Terminé por tenerles pena.
Ellos no han visto
con mis ojos.
No han bañado a
Ndinda en el suelo de St Francis
ni han corrido tras
Mbatha hasta quedarse sin aliento.
Ellos no vieron a
Bryan intentando caminar,
la desesperanza en
los ojos de Ndambuki
ni a Kimeu llorar.
Ellos ni siquiera han
bailado con Samuel
o han hecho carreras
de maletas con Jacob.
Ellos nunca besarán
buenas noche a Emmanuel
ni harán reír a Erik.
Cuánto lo siento por
vosotros.
Viví una noche en
shock
a la espera de
sentirme de vuelta en casa
o de que las ganas de
llorar desaparecieran,
¿Qué hago aquí?
¿Qué hago si "mi
vida" ya no la siento mía?
África me ha robado
la posibilidad de ser
mediocre.
Siempre creí que en
esa mediocridad
se escondía el
secreto de la felicidad,
y luchaba contra mí
misma por alcanzarla.
África me ha robado
la posibilidad de
vivir una vida que no me llena,
de esconderme tras
una careta
que termine
confundiendo conmigo.
Ya nunca podré ser la
clase de persona
que piensa como sus
padres
porque plantearse las
cosas es muy duro,
de esas que sueñan
con bolsos caros,
coches de infarto y
maridos con escala social.
Ya nunca podré ser
del Madrid, odiar a los refugiados
y morirme si me sale
un hijo homosexual.
África me ha quitado
la posibilidad
de ser esa clase de
persona
que siempre he
odiado.
Y gracias.