La línea uno, del mismo azul que los ojos que me atravesaron tantos años atrás me regaló esta tarde una bonita casualidad, una irremediable sonrisa y un poeta que añadir a mis sobremurientes. Leopoldo María Panero.
Una mujer se acercó a mí y en sus ojos
vi todos mis amores derruidos
y me asombró que alguien amase aún el cadáver,
alguien como esa mujer cuyo susurro
repetía en la noche el eco de todos mis amores aplastados
y me asombró que alguien lamiese en las costras todavía
tercamente la sustancia que fue oro,
aquello que el tiempo purificó en nada.
Y la vi como quien ve sin creerla
en el desierto la sombra de un agua,
la amé sin atreverme a creerlo.
Y la ofrecí entonces mi cerebro desnudo,
obsceno como un sapo, obsceno como la vida,
como la paz que para nada sirve
animándola a que día tras día lo tocase
suavemente con su lengua repitiendo
así una ceremonia cuyo sentido único
es que olvidarlo es sagrado.