Tenía esperanzas. Tenía sueños. Tenía un futuro por delante que me esperaba, ahí estaba solo por y para mí, aguardando a que llegara la hora en la que yo dejaría todo atrás y brillaría como siempre debí hacerlo. No podía esperar a que aquello ocurriera, a que aquel ansiado futuro que tan maravilloso iba a ser se convirtiera en un presente en el que vivir, en el que soñar y en el que, después de tanto tiempo, por fin ser feliz. Pero nada es como espero. Nada está a la altura de mis expectativas y, puede, que de alguna manera, sea yo la que no llega a la altura. La distancia, la añoranza, el cambio... todo aquello aumentó el infierno en el que ya vivía, en vez de arrancarlo de mi como yo esperé que hiciera. Creció y creció, hasta convertirse en un horror, una forma de vida a la que aún no sé como he llegado. ¿Cuándo dejó de importarme el interior? La belleza no es más que algo pasajero como caducan las hojas de un árbol. Y es que, este otoño, seré yo la que me marchite con ellas...
S, marchita.
S, marchita.